lunes, 24 de noviembre de 2014

Tendencias

Hace tiempo que estoy viviendo en mis propias carnes que los mitos son inciertos; sobre todo, de un tiempo para acá.

Uno de los mitos más comunes es que uno cree que puede ser otra persona, adquirir actitudes y gustos que están de moda y no son para nada tuyos con tal de ser molón. Por poner un ejemplo: viajar solo.

Además de que viajar en solitario no mola nada, ¡es que te aburres como una ostra! Pero de una manera escandalosa. Esto es una opinión subjetiva, que quede claro.

A principios de octubre disfruté de unas merecidas vacaciones y decidí planear una escapada de fin de semana a la capital de España. Me dediqué a planearla por lo menos un mes antes. Organicé todos los días con visitas a museos, zonas de moda, barrios con encanto y restaurantes con cierto aire bohemio chic. En mi mente me veía leyendo la revista ICON en un local del Barrio de las Letras mientras coqueteaba con la mirada con algún arquitecto famoso. Delirios que tiene uno.

Empezaré a relataros mi superfín de semana en Madrid, Madrid, Madrid…

Salimos el 9 de octubre sobre las 11 del mediodía y el viaje empezó con un superatasco en la autovía. Todo bicho viviente en la provincia de Alicante en dicho día se iba a la misma hora al Ikea, C.C Condomina, C.C Thader, etc. Como no soy nada previsor, me tragué una hora de atasco. La compañía de mi preciosa amiga V, que iba a visitar a su novio, hizo que nos riéramos durante la espera. Una de las cosas de las que nos reíamos era que no llevaba gafas porque había decidido ponerme las lentillas. Alguien me había dicho que tenía una mirada preciosa que se ocultaba tras unas gafas enormes de pasta. Reírnos nos reímos, ¡pero yo no cabía en mí de gusto! Así transcurrieron las casi cuatro horas del voyage.

La entrada a Madrid fue en hora punta y con una tormenta tan fuerte que parecía prima hermana del Katrina. El limpiaparabrisas no daba abasto y tenía los brazos rígidos, con lo cual, cambiar de carril era toda una utopía. Crucé todo el Paseo del Prado con treinta y cinco pitadas, la Castellana le siguió con setenta y dos bocinazos acompañados de improperios varios y algún cruce de mangas. Mi elegancia sumada al agarrotamiento hizo que no perdiera la compostura.

Cuando llegué a la casa donde me alojaba, dejó de llover. Bien podría haberlo hecho antes. La casa era un loft preciosísimo, elegantísimo y modernísimo que también hacía a las veces de galería de arte, era de un querido amigo y estaba a tomar viento, aunque  me dijo que el metro acorta distancias.

Esa noche cené en un tailandés con una chica maravillosa. Nos hicimos confidencias y nos contamos historias que nos hicieron reír y emocionarnos. La anécdota de la cena fue una ensalada perfumada de cabello de ángel con langostinos tai que, al probarla, comprobé que estaba perfumada de verdad, ¡sabía a Agua Brava! Así terminó mi primer día. Extenuado y rodeado de arte y belleza, me dormí

Como de costumbre, me desperté supertemprano. Me duché y, bailando, me vestí. Forever More de Moloko fue la canción elegida. Estaba tan feliz. Había dormido en una cama de 180 m con un cuadro precioso enfrente pintado por mi amigo. Todo era perfecto.

Al pulsar el botón para abrir las cortinas, descubrí que estaba lloviendo a cántaros, pero de una forma tan brutal que parecía que estaban tirando cubos y cubos de agua. El tiempo con el que había amanecido Madrid no era el ideal para los botines de ante que me había traído. Solo me había llevado esos botines y sabía que se iban a estropear sí o sí. Y eso fastidia mucho.

Para llegar a la parada de metro tuve que andar veinticinco minutos bajo el diluvio. El paraguas que le había cogido prestado a mon ami tenía tres agujeros por los que se colaba más agua de la que caía en los botines. Inexplicablemente, las lentillas se acartonaban a pesar del aguacero.

 Al llegar, cogí el metro hacia una parada en la que cogí otro convoy para intentar llegar al centro. Esto se resume en cincuenta y cinco minutos sentado en un vagón repleto de personas con unas caras tristísimas y un calor sofocante. No paraba de parpadear para intentar generar lágrimas, ya que las lentillas eran como papel de estraza. Durante esos interminables minutos cogí el móvil, pero no había cobertura; miré a cada uno a ver qué me decían sus rostros, me quité capas de ropa porque el calor aumentaba, miré otra vez el móvil y seguía sin cobertura y yo seguía sudando. Los que iban mi lado empezaban a mirarme mal. Ese fin de semana Madrid estaba en pánico por el ébola. No sabía exactamente dónde tenía que bajarme y decidí preguntarle a una señorita que estaba a mi lado. El soponcio que sufrió al tocarle el hombro para llamar su atención hizo que desistiera. El vagón estaba lleno de personas tristes, con caras largas y sentimiento de indeferencia por quien tenían a su lado. El silencio solo se rompía esporádicamente por el clásico pitido de aviso de los mensajes de WhatsApp,¿Por qué a ellos si tenían cobertura y yo no? 

Cuando salí de la estación de metro vi que seguía lloviendo más si cabe. El agua se colaba a chorros por los agujeros del paraguas. No tenía lucidez mental suficiente para maldecir a mi querido amigo, ya que mis botines de ante, preciosos, estaban empapándose y se transformaban en otro tipo de calzado. Por fin llegué al Museo Arqueológico Nacional. Al cruzar el patio de entrada para entrar al museo, la lluvia cesó de golpe.

El museo es exquisito y muy precioso. No es que vaya de cultureta, pero era muy emocionante ver piezas y obras que databan de muchos años atrás y que había visto en los libros de texto, forrados por mí, de cuando cursaba EGB. Hice un análisis de quién estaba como yo y no vi a nadie solo. Otra vez era yo solo entre muchos grupos. Mi sueño de ligar en un museo no se vería cumplido allí, pero me importaba poco, había mucho que ver. Por ver había una cabeza de grifo encontrada en Redován de muchos años atrás.

Cuando salí, el sol brillaba y hacía ese aire fresco y agradable que siempre deja la lluvia. Pero las lentillas ya eran cartón de embalaje. Me dispuse a buscar un sitio para comer. Sabía de un local situado en el Barrio de las Letras. Llegar hasta allí caminando estaría genial, y a ello me dispuse. Sería elegantísimo dar un paseo e imaginarme que vivía allí.

Antes de pasar por Cibeles, me dio un calambre dolorosísimo en la planta del pie que me obligó a pararme y apoyarme en una farola. Veía que mi sueño de pasear con elegancia por las calles de Madrid se estaba truncando. Como pude, llegué a un banco y allí me quedé sentado durante una hora con el pie en alto. Durante ese tiempo, estuve pensando que preparar el viaje había sido un error. Allí estaba sin poder moverme, sin nadie cerca que me ayudara y con un dolor espantoso en la planta del pie. Estaba solo y me daba mucha tristeza.

¿A quién pretendía engañar con que viajar solo mola? Había estado dos horas viendo muchas obras que me hubiera encantado compartir con alguien. Da gusto pasear solo, pero sabiendo que alguien te espera. A lo mejor mi pie, en su cordura, había decidido que pasaba de ir solo a un restaurante, un museo o donde fuera. A lo mejor me estaba diciendo que viera la realidad, y lo que veía -a pesar de las lentillas- era que estaba solo, muy solo. No me llenaba atiborrar de mensajes de texto a mi agenda de contactos ni llamar compulsivamente a mi ex, ya que nadie estaba a mi lado para poder comentar, cotillear o reírse de lo que veía. En un arranque de desesperación, me abracé a mi pie y miré al cielo exclamando: ¡¡¡Estamos solos, estamos muy solos!!! En ese momento, las lentillas saltaron de mis ojos de una forma brusca, pero no me preocupó lo más mínimo. ¿Acaso me tenía que fijar en algo? No me interesaba nada.

Me puse a darle vueltas a esa afirmación podológica: por qué tenía que hacerme el interesante y actuar como alguien que no soy. Necesito estar acompañado porque solo me aburro como un agaporni viudo. No me da vergüenza admitirlo. Hombre, en un viaje hay momentos para todo, momentos en los que no te apetece ver a nadie. Pero yo soy de los que necesita tener a alguien cerca.

Así que cuando me llamaron unos amigos para cenar esa noche, dejé de intentar ser molón para ser normal y corriente. De esa cena salió un plan para el día siguiente y todo lo negativo se disipó, aun volviendo el dolor de pie, todo fue diferente. Sentirse acompañado es más molón.