El
hecho de oír repetidas veces una canción, aparte de someter a una
tortura a quien esté a mi lado, hace que distinga matices y acordes
que no había percibido antes.
Este
verano estoy descubriendo mucha música, pero vuelven a mí canciones
que creía olvidadas. Volver a escucharlas hace que me emocione y que
preste más atención para ver de qué manera me sorprenden.
La
aplicación de dicha teoría en el universo «sentimientos» sería
ideal: la canción que dejas de escuchar en dicho mundo es porque te
horroriza y/o porque no quiere que la escuches, con lo que si vuelves
a oírla, cometes un error. Si te horripilaba de por sí el single,
el matiz que descubres es que huele mal —por decir algo— y si te
encantaba el hit,
puedes dejarte llevar por una melancolía ponzoñosa con peligroso
callejón sin salida incluido.
En
el universo que suelo vivir, donde mezclo energía positiva, cotilleo
agresivo, ayuda desinteresada y algún que otro tema, suelo
identificar piezas, opus, arias y canciones en general con la gente
que significa mucho para mí. Por poner un ejemplo, Adagietto
de Mahler sería para una persona especial que llevo siempre conmigo;
que como la obra, no sabes cuándo empieza, pero los instrumentos van
sumándose y el volumen crece de forma ascendente y, con una
melodiosa trama, el símil es que apareció un día sin darme cuenta
y ahora es mi mayor tesoro. El Adagietto
puede parecer triste, pero los matices que aprecio son preciosistas y
bellos.
Como
dirían en los 40 Principales: sería imposible vivir sin música.
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